En el título de su libro, la prisión se entrelaza con la idea de isla: un lugar separado, suspendido, de aislamiento. ¿Puede precisamente este sentido de aislamiento ayudar a comprender mejor la condición de quien está en la cárcel? ¿Y por qué es importante, hoy en día, seguir pensando y trabajando sobre las cárceles?
Sí, el aislamiento, aquel provocado por una condición de enfermedad, hospitalización o separación forzada del contexto social al que estamos acostumbrados, puede hacer sentir un poco más cercana la situación de quien está en prisión.
Es importante reflexionar sobre ello —aunque no se quiera hacer por motivos éticos— porque la cárcel puede afectar a cualquiera, nos concierne a todos, aunque uno piense “A mí no me puede pasar”, como con los accidentes o el cáncer: la vida es imprevisible. Y en prisión se puede acabar incluso siendo inocente.
Precisamente en este lugar, hace 90 años, nació una empresa que hoy da trabajo a miles de personas en todo el mundo. ¿Cuán importante es, según usted, el trabajo para vencer el aislamiento humano, tanto dentro como fuera de la cárcel?
En la cárcel, el trabajo es lo más importante que existe y es lo único que realmente puede marcar la diferencia. Acceder a la formación para un trabajo cualificado es lo mejor que le puede suceder a una persona detenida, porque puede ayudarla concretamente a recuperar dignidad, rol, identidad y oportunidades reales de cambio cuando salga de la cárcel.
Fuera de la cárcel, el trabajo no es menos importante; de hecho, no se me ocurre nada tan útil para nuestras vidas.
Hablando de mujeres detenidas: ¿de qué manera, según usted, cambia la experiencia de la cárcel para una mujer? ¿Y qué nos dice esto hoy, en general, sobre nuestra forma de abordar la cuestión de la violencia, las cuestiones de género y la fragilidad social?
Las mujeres en prisión son una absoluta minoría, apenas el 4 por ciento de la población reclusa. Pero esto también implica que para ellas hay menos oportunidades de tratamiento, menos trabajo y menos proyectos. La cárcel, tanto desde el punto de vista de sus normas como en general, no está pensada para las mujeres, al igual que tampoco lo está el resto de la sociedad.
Ella ha vivido la cárcel como observadora, pero también como persona emocionalmente involucrada. ¿Se puede decir que la cárcel es un entorno seguro? ¿Para quienes viven allí, para quienes trabajan allí, para quienes la visitan? ¿Y qué se podría hacer para mejorar la condición —no solo física sino también psicológica— dentro de las cárceles?
La cárcel no es segura ni para los detenidos ni para quienes trabajan en ella; es un lugar endémicamente violento. Demasiadas cosas no funcionan, demasiado hacinamiento, demasiadas injusticias, demasiado dolor, demasiada inutilidad crean una tensión que afecta a todos. No es peligroso para quienes la visitan, como los voluntarios como yo. Las personas “de fuera” son respetadas; diría que son intocables.
¿En su trayectoria ha tenido ocasión de observar o conocer de cerca realidades penitenciarias fuera de Italia? ¿Hay experiencias o modelos que le hayan impresionado particularmente?
He estado en la cárcel femenina de Tirana, en Albania, y la encontré muy similar a la femenina de Pozzuoli, ahora cerrada debido a los terremotos. También allí, las mujeres decían que, mientras los hombres a menudo tienen a alguien fuera que se ocupa de ellos —esposas, hermanas, madres, amigas—, las mujeres detenidas son frecuentemente repudiadas u olvidadas por sus familias.